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martes, 23 de agosto de 2011

-Los pies.

-Empieza tú.
-Los pies.
-El título se lo ponemos al final.
-Vale.
-Empieza.
-El tipo mirándole los pies a la chica.
-La tiene enfrente.
-El vagón del metro está casi vacío.
-Yo también estoy allí.
-De pie.
-Al principio el tipo mira con disimulo.
-Al final, sin él.
-Ella juega con el señor.
-Mueve los deditos.
-Arquea el empeine.
-Oculta el pie derecho tras el izquierdo.
-Y viceversa.
-Tiene un gran dominio de la viceversa.
-Se quita el anillito que lleva en el dedo anular del pie izquierdo.
-Se lo vuelve a poner.
-Ahora tendría una visión suprema del escote.
-Pero sólo tiene ojos para sus pies.
-La cara del tipo es una oda al gesto desencajado.
-Suda.
-No quiero saber si hay evidencias de su inquetud a la altura de la bragueta.
-Vergüenza ajena.
-La chica se pone de pie repentinamente.
-El tipo sigue allí.
-Parece querer disimular su congoja quedándose helado.
-La chica se baja.
-Yo me bajo.
-Aquella señora del fondo se baja.
-Es el fin del trayecto.
-El tipo sigue allí.
-Parece una marioneta de hilos destensados.
-Se queda solo.
-Metido en su silencio.
-Un guarda jurado lo coge del hombro y lo sacude levemente.
-Lo cree dormido.
-Profundamente.
-Siempre hay uno que se queda dormido.
-Casi siempre se trata de un hombre.
-Lo llama.
-Señor...
-La marioneta parece haber perdido a su dueño.
-Fin de trayecto.
-Una expresión muy acertada.


jueves, 18 de febrero de 2010

-Pregúntale.

-Padre e hijo se arrastran por un mundo devastado. Hacia algún sur. Buscando el calor. El mar. Tal vez sólo buscando no detenerse. Yendo juntos a ninguna parte. Pordioseros helados. El amor más despojado en tiempos después del tiempo. Caníbales acechando tras los bastidores del escenario para siempre baldío. Un revólver. Un carrito de hipermercado. Ropajes robados a cadáveres. Te quiero, hijo. Te quiero, papá.
-La chica lee la novela en el metro. Está acabándola. Concentrada en la prosa seca y fría que hiela y puede hacer llorar. Tiene que ser complicado leer esa novela en el metro.
-La película es fiel a la novela.
-La novela es mejor.
-Ninguna novela puede ser mejor que una película. Ninguna película puede ser mejor que una novela. A mí me gustó la novela. También la película.
-Me gusta la chica que lee. ¿Crees que habrá visto la película?
-Sí.
-No.
-Pregúntale.
-Procuro no evidenciar mi patetismo en público.
-Lee a McCarthy y tiene unas piernas interminables. No encontrarás nada mejor en tu vida. No tienes ninguna otra esperanza de arribar a alguna calidez post-apocalíptica.
-Gracias, amigo.
-Uy, te ha mirado.
-Gilipollas.
-...
-No es tan alta.

jueves, 10 de diciembre de 2009

-Kafka otra vez.

Dónde van los hombres, corren sin ver
buscan una casa donde secar su piel.
  ¿Dónde va la gente cuándo llueve? 
  Miguel Cantilo
-En el metro me ocurren historias que se bajan a encontrame.
-Un poco facilón el arranque, ¿no?
-Puedo intentar decirlo de otra forma, pero lo que me pasa en el metro es que me bajo a historias que pasan por debajo de la realidad. O que están metidas en otra realidad más viscosa o más esquiva. Como un órgano metiéndose y hurgando en otro órgano que por un lado parece apropiado para contenerlo, y a la vez parece apropiado para cercenarlo, o para deformarlo para siempre. Y no sé si yo soy el órgano que se introduce o el que recibe.
-¿Has estado viendo porno?
-La gente llevaba empapada todo el día. La lluvia caía igual de lenta desde hacía tres días. Estaba quedándome solo en el vagón. Pero no estaba solo. Lo que ocurre es que uno en la otra punta parecía condenado a dormirse hasta el fnal del trayecto. Y había otra, algo más cerca, condenada a no mirar a ninguna parte, como eludiendo cualquier posibilidad de invitar a nadie a malinterpretarle un destino viscoso en la mirada.
-Viscoso, otra vez viscoso. O tu historia resulta muy viscosa o muy decepcionante.
-El único que me enfrentaba con todo el cuerpo y con su mirada era el señor que ya no cumplia los setenta que tenía exactamente enfrente, separados sólo por el pasillo y por una herrumbrosa niebla que sólo los dos podíamos apreciar. Condenados también, a apreciarla. Estábamos metidos en esa otra realidad de la que te hablaba. Metidos desde no sé cuantos kilómetros o minutos. El metro hacía lo que tenía que hacer. Parar en las estaciones. Abrir las puertas. Cerrarlas. Avanzar. Pero el señor y yo no podíamos más que desatender al mundo. Era condición necesaria para que él fuera transformándose en otro y para que yo atestiguara esa transformación.
-Kafka otra vez.
-Decir que lo que ocurrió fue una metamorfosis es arriesgado. Cuando el por lo menos septuagenario acabó de mutar seguía siendo él. En apariencia y en su apariencia nada había cambiado. Pero el que se bajó en Gran Vía no era el mismo anciano que se había subido en Chamartín. Había pasado el tiempo del último tren del día.
-Es decir: no pasó nada.
-No pasó nada. Sólo que probablemente él ahora esté contándole a un amigo o a su esposa o a una amante o escribiéndose a sí mismo, lo que le ocurrió en el metro conmigo. O muriéndose.
-No sé si llamarla viscosa.

viernes, 18 de septiembre de 2009

-Jamás antes leído en el metro.

-El vagón estaba semi vacío. O semi lleno, sí, antes de que lo digas.
-Ya no me dejas ni acotar.
-Todos íbamos sentados y quedaban asientos sin ocupar. La gente leía, pero de eso me di cuenta cuando el tipo del impermeable desfasado, el sombrero percudido y la antigua maletita de cuero marrón claro se levantó de su sitio y se sentó al lado del señor que estaba casi exactamente frente a mí, leyendo a Bradbury. Un hecho a todas luces excepcional: nadie lee a Bradbury en el metro.
-Osada afirmación, si me permites, que ya sé que no.
-El de la maleta le sonreía descaradamente al lector de Bradbury, quien tardó un instante en desconcentrarse y en mirar la sonrisa del hombre de la gabardina, quien hurgó en su maleta y extrajo un libro. El desconcertado Bradburyano vio esa acción de reojo, pero enfrentó su mirada al comprobar que el viejo  no dejaba de blandir un libro a esacasos centímetros de su cara, invitándole con descaro a que reparara en él. Yo también lo hice. Era una colección de cuentos de Arthur Machen, con la portada bastante maltratada por el uso. El hombre del sombrero hizo que Bradbury cogiera el libro de Machen. Lo consiguió sin emitir sonido. Comprendí enseguida que se lo estaba regalando, y que después de un ligero gesto que mezclaba amabilidad, agradecimiento y no puedo aceptarlo, Bradbury lo cogió. Entonces el viejo se levantó maleta en mano y fue a sentarse a la vera de la chica que leía a mi lado. Reparé en que la chica leía -no puede ser, pensé- a Cheever: Crónica de los Wapshot.
-Te extrañó sobremanera que una mujer leyera a John Cheever en el metro, claro.
-Sobremanera. La chica no había observado lo que acababa de ocurrir frente a sus ojos hacía un momento, con Bradbury. Eso, o disimuló muy bien. El del sombrero puso sonriente ante los ojos de la chica un ejemplar usado de Catedral, de Raymond Carver. La chica levantó la mirada de Cheever y la posó en Carver, y, enseguida, en el señor Maleta. Hay sonrisas que convencen a la primera, se sobreponen a todo, deshacen malentendidos, seducen hipnóticamente. La chica Cheever tenía ya en sus manitas una Catedral. El viejo de los libros pareció incorporarse con apremio. Se dirigió hacia la puerta donde, apoyado contra una de las hojas de la misma, un chico, un joven, leía Vidas minúsculas, de Alfred Polgar.
-Jamás antes leído en el metro.
-Leído en el metro algunos años atrás por mí. El tren comenzó a desacelerar, a entrar en la estación de La Latina. Cuando se abrieron las puertas, el chico, además del de Polgar, tenía otro libro en sus manos: La habitación del poeta, de Robert Walser, sin contraportada, me pareció. Cuando se cerraron las puertas, el viejo caminaba sonriente por el andén en dirección a vete a saber dónde. El señor Bradbury, la chica Cheever, el chico Polgar y yo, el Iletrado Imperdonable, lo seguimos con la mirada hasta que el túnel nos tragó otra vez. Te juro que así fue como ocurrieron las cosas. Tardé dos estaciones en darme cuenta de que también yo tenía que haberme bajado en La Latina.
-Muy bonita la historia.
-No sabes cuánto lamenté no llevar un libro en las manos.
 -Demasiado bonita.
-¿Qué me hubiera dejado el de la maleta si me hubiese visto con el Doctor Pasavento, de Vila-Matas, por ejemplo?



martes, 21 de julio de 2009

-Como dos extraños.

-Línea uno. El vagón estaba medio lleno. Yo iba de Pinar de Chamartín a Tirso. Se subió pasando Plaza de Castilla. Tenía el violín hecho una birria. Se cierran las puertas. Empieza a tocar. Un buen gusto. Una clase. Desde luego, a años luz de cualquiera de los músicos que tocan en el metro, y eso que hay más de uno que no está mal. No quería abrumarte con su digitalización. No era un músico eximio, era un tipo eximio. Tocaba como si hubiera compuesto esa melodía para la mujer de su vida. Pero no era un tema suyo. Un tango.
-¿Cuál?
-No lo sé, sonaba a tango pero no supe
-Como dos extraños.
-¿Qué?
-Para hacerme una idea cabal voy a imaginar que tocaba Como dos extraños. Un tango. Letra de José María Contursi, música de Pedro Laurenz. 1940. Precioso. Tristísssimo.
-Vale. Pero ponía mucho de sí. No se limitaba a reproducir la melodía. Sumaba las sutilísimas notas de su sensibilidad. O quitaba las notas sensibleras que le sobraban a la música, no sé.
-Está bien. Me acobardó la soledad y el miedo enorme de morir lejos de ti...
-Vale, tocaba eso. Y lo tocaba de una manera que te embelesaba y a la vez te envolvía en una especie de somnolencia destinada a llevarte a alguna parte. Era como si todo el pasaje recordara la canción de cuna que la madre le había susurrado tantas noches. A mí, desde luego, se me vino mi madre encima, mi mamá de joven. El tipo, como si nada, tocaba con displicencia, no ponía cara de estar desvelando sus entrañas ni nada de eso.
-Qué gran error volverte a ver para llevarme destrozado el corazón...
-Todo ocurrió en un par de estaciones, seguramente. Cuando el violinista acabó y pasó entre nosotros con el monederito abierto esperando que le dejáramos alguna moneda, todos estábamos dormidos. No pudimos pagarle con nada.
-Y ahora que estoy frente a ti parecemos ya ves dos extraños...
-Yo me desperté en Iglesia y pareció como si todos hubiéramos despertado en Iglesia. Nos miramos extrañados de que hubiera pasado tan poco tiempo, tanto tiempo, y un violinista único.
-...
-¿Te ha gustado?
-Son mil fantasmas al volver burlándose de mí las horas de ese muerto ayer.

lunes, 1 de junio de 2009

-No conozco a ninguna Claudia. (2)

-Te hace mal, sí.
-No, recordarte no me hace ni bien ni mal. Pero comprende que puede hacerme mal si continúo demorándome en esta conversación.
-Sigues sin querer enfrentarte cara a cara con la verdad.
-La verdad es que sí, pero no es nada personal.
-Te conozco muy bien. Y nuevamente debo decirte que no has cambiado nada. Esas frases.
-Perdona, Claudia, no quiero parecer descortés, porque no lo soy, pero si mal no recuerdo
-Es que recuerdas mal.
-Bien, sí, pues si mal recuerdo, sólo estuvimos juntos una vez, una noche, de hace
-Doce años, semana arriba, semana abajo.
-Entonces, digamos que no somos personas que tengamos un trato de... no nos conocemos de nada, Claudia.
-Probablemente yo sea una de las personas que más te conoce en el mundo. Además de aquella intensísima relación que tuvimos
-Una noche.
-Además de aquella intensísima relación que tuvimos, he leído y releído todas y cada una de tus novelas. Por no mencionar nuevamente lo de la pajarita. ¿Le has regalado alguna otra pajarita roja a alguna otra?
-Claudia.
-¿Has homenajeado a alguna otra convirtiéndola en un personaje eterno como has hecho conmigo al encarnarme en la puta Claudia?
-Esto es muy incómodo para mí.
-Me recuerdas, tú también me recuerdas. Me recuerdas y me conoces. Mi marido tiene motivos para sentirse celoso de ti.
-No, dile que no los tiene. Por favor, dile que no.
-Le mentiré, no te preocupes. Le mentiré. Aunque es muy sensible. Es un escritor muy sensible. Mejor que tú, pero muy sensible. ¿No quieres saber su nombre?
-Lo siento, debo irme.
-Puedo decirte su nombre. Tal vez lo hayas leído.
-Ha sido un encuentro curioso.
-Seguro que lo has leído. Es bastante conocido. Tiene obra publicada en español.
-Adiós, Claudia.
-Aquí es muy famoso. Bastante famoso.
-Adiós.
-¿Puedo decirte su nombre?
-...
-¡¿Puedo gritártelo?!

-No conozco a ninguna Claudia.

-¿Qué haces aquí?
-...
-No has cambiado nada.
-Eso no es verdad.
-¿Cuánto tiempo ha pasado?
-Perdona.
-Ya te lo digo yo: doce años. Semana más, semana menos.
-Creo que te confundes.
-¿Crees que no te acuerdas de mi?
-No. Sí.
-Haz memoria, por favor. Estoy algo más gorda, pero sólo algo.
-Yo te veo igual: no te recuerdo.
-No has cambiado nada. Eras un cínico encantador.
-Eso tampoco es verdad.
-¿Por qué lo has hecho?
-Creo que me tengo que bajar en esta.
-Yo también. ¿Te importa que vayamos charlando? Te invito a un café.
-No, gracias.
-Te agradezco mucho que lo hayas hecho.
-Mira, creo que hay un error.
-Nadie me había convertido en personaje. Ni siquiera mi marido.
-...
-Y eso que escribe bastante mejor que tú. Bueno, tal vez por esa razón es que mi marido no me ha convertido en persnaje.
-¿Cómo sabes que escribo?
-Te sigo.
-¿Por qué me sigues, adónde me sigues?
-Desde que comenzaste a publicar. Es un honor, en serio. Aunque me hayas convertido en puta.
-¿En puta?
-¿Vas a decirme que el personaje de Claudia no está basado en mí?
-¿Quién es Caludia? ¿Quién eres tú?
-Mi nombre es Claudia, y el de mi personaje también.
-No conozco a ninguna Claudia.
-En tu primera novela, El bufón hierático -vaya título-, el prota se encuentra a su vecina de escalera ejerciendo la prostitución en la calle, nunca se habían dirigido la palabra, hasta que él la aborda en la calle, y aunque ambos saben quién es quién, hacen como que no, y él se convierte en su cliente, y con frecuencia casi diaria
-¿Yo he escrito esa mierda?
-Sí. Y no es una mierda. Claudia es un personaje muy bien construído.
-Discúlpame, no quise ofenderte, no quiero, pero ese personaje no está basado en ti, ni siquiera sé quién eres.
-Sé que no me has olvidado, nunca podrás hacerlo, porque yo soy la puta Claudia y eso ya no puedes cambiarlo ni tú, que eres el autor.
-No he vuelto a leer esa novela. Es horrible. No recuerdo ese personaje. Tampoco a ti. Gracias por leerme, en cualquier caso.
-A mi marido tu última novela es la que menos le gusta. Empezando por el titulo. A mí me gusta, bastante: La lección del insomne.
-¿Ya la has leído?
-No es la mejor.
-Gracias.
-Pero tampoco es la bazofia que dice mi marido. Lo mueven los celos.
-Tracción a celos.
-No has cambiado nada.
-Bueno...
-¿No quieres saber por qué mi marido siente celos de ti?
-Claudia...
-¿Me recuerdas, ya me recuerdas?
-Recuerdo que acabas de decirme que te llamas Claudia.
-Ahora me dirás que te están esperando.
-Si no te digo eso tendré que mentirte.
-¿Cómo te ha ido la vida?
-¿La vida?
-Desde que lo dejamos.
-Estoy un poco aturdido. No creo haber dejado nada que fuera tuyo o mío.
-Conservo la pajarita.
-No me ayudas.
-La pajarita roja que me regalaste la primera noche.
-...
-Me la pusiste después de...
-Sé quien eres. Sí, lo recuerdo. Única noche.
-¡Qué alegría!
-Ya. Lo que pasa es que creo que tu memoria ha seguido trabajando conmigo desde entonces.
-Y la tuya me ha hecho desaparecer.
-No, desaparecer, no, ya ves que recuerdo que tuve una pajarita roja, que ya no la tengo, que se la regalé hace mucho tiempo a una chica que conocí una noche.
-¿Qué haces en Londres?
-Pues... he venido a visitar a alguien.
-¿Dónde paras?
-No. No paro. Voy de aquí para allá.
-¿Te hace mal recordarme?
-No te recuerdo.
-¿Te hace mal no recordarme?
-Discúlpame, recuerda que llevo prisa.
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