viernes, 18 de septiembre de 2009

-Jamás antes leído en el metro.

-El vagón estaba semi vacío. O semi lleno, sí, antes de que lo digas.
-Ya no me dejas ni acotar.
-Todos íbamos sentados y quedaban asientos sin ocupar. La gente leía, pero de eso me di cuenta cuando el tipo del impermeable desfasado, el sombrero percudido y la antigua maletita de cuero marrón claro se levantó de su sitio y se sentó al lado del señor que estaba casi exactamente frente a mí, leyendo a Bradbury. Un hecho a todas luces excepcional: nadie lee a Bradbury en el metro.
-Osada afirmación, si me permites, que ya sé que no.
-El de la maleta le sonreía descaradamente al lector de Bradbury, quien tardó un instante en desconcentrarse y en mirar la sonrisa del hombre de la gabardina, quien hurgó en su maleta y extrajo un libro. El desconcertado Bradburyano vio esa acción de reojo, pero enfrentó su mirada al comprobar que el viejo  no dejaba de blandir un libro a esacasos centímetros de su cara, invitándole con descaro a que reparara en él. Yo también lo hice. Era una colección de cuentos de Arthur Machen, con la portada bastante maltratada por el uso. El hombre del sombrero hizo que Bradbury cogiera el libro de Machen. Lo consiguió sin emitir sonido. Comprendí enseguida que se lo estaba regalando, y que después de un ligero gesto que mezclaba amabilidad, agradecimiento y no puedo aceptarlo, Bradbury lo cogió. Entonces el viejo se levantó maleta en mano y fue a sentarse a la vera de la chica que leía a mi lado. Reparé en que la chica leía -no puede ser, pensé- a Cheever: Crónica de los Wapshot.
-Te extrañó sobremanera que una mujer leyera a John Cheever en el metro, claro.
-Sobremanera. La chica no había observado lo que acababa de ocurrir frente a sus ojos hacía un momento, con Bradbury. Eso, o disimuló muy bien. El del sombrero puso sonriente ante los ojos de la chica un ejemplar usado de Catedral, de Raymond Carver. La chica levantó la mirada de Cheever y la posó en Carver, y, enseguida, en el señor Maleta. Hay sonrisas que convencen a la primera, se sobreponen a todo, deshacen malentendidos, seducen hipnóticamente. La chica Cheever tenía ya en sus manitas una Catedral. El viejo de los libros pareció incorporarse con apremio. Se dirigió hacia la puerta donde, apoyado contra una de las hojas de la misma, un chico, un joven, leía Vidas minúsculas, de Alfred Polgar.
-Jamás antes leído en el metro.
-Leído en el metro algunos años atrás por mí. El tren comenzó a desacelerar, a entrar en la estación de La Latina. Cuando se abrieron las puertas, el chico, además del de Polgar, tenía otro libro en sus manos: La habitación del poeta, de Robert Walser, sin contraportada, me pareció. Cuando se cerraron las puertas, el viejo caminaba sonriente por el andén en dirección a vete a saber dónde. El señor Bradbury, la chica Cheever, el chico Polgar y yo, el Iletrado Imperdonable, lo seguimos con la mirada hasta que el túnel nos tragó otra vez. Te juro que así fue como ocurrieron las cosas. Tardé dos estaciones en darme cuenta de que también yo tenía que haberme bajado en La Latina.
-Muy bonita la historia.
-No sabes cuánto lamenté no llevar un libro en las manos.
 -Demasiado bonita.
-¿Qué me hubiera dejado el de la maleta si me hubiese visto con el Doctor Pasavento, de Vila-Matas, por ejemplo?



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