-Mi amigo boxeador, a principios -a mediados también- de los años noventa, me enviaba desde Buenos Aires cintas de casete grabadas con su voz medio naturalmente hecha mierda, medio artificiosamente hecha mierda. Mensajes larguísimos -una vez me llegaron de una tacada tres cintas de noventa minutos- en las que me contaba lo que le venía a la cabeza, que era siempre -exactamente- lo que a mí me venía al corazón.
-Tu amigo el boxeador.
-Al que intimamente tanto envidias. No sé por qué.
-Ni yo. Siempre perdía sus peleas.
-Prácticamente todas. Me pegaron hasta en los recuerdos. Me pegaron hasta en el apellido. Me pegaron hasta en la memoria. Siempre me decía una o más de una de estas frases. Nunca le grabé una cinta. Yo le devolvía cartas que me iba a escribir al macdonals de Gran Vía y Montera. Odio los macdonals -¿por eso lo escribo así?-. Ahora. Le escribía cartas de un folio apenas. También hablábamos de vez en cuando, de bimestre en bimestre, por teléfono. Siempre era yo quien lo llamaba, desde una cabina. Juntaba monedas de cien pesetas, que alcanzaban para hablar bien poco. El que se quedaba con la palabra en la boca, siempre era él.
-...
-Conservo sus cintas -sesenta y dos-. Todas. Incluso la última. En la que nada me decía acerca de que sería la última.
"Me pegaron hasta en los recuerdos. Me pegaron hasta en el apellido. Me pegaron hasta en la memoria".
ResponderEliminarSon hostias muy brillantes. No me canso de releerlo.