jueves, 29 de marzo de 2012

-Piedras.

-Primero borré la última frase, la de la costumbre de mi amigo. Luego la frase anterior, la del aroma que le sobrevino a mi memoria cuando regresé al colegio treinta años más tarde. Dudé un momento, quité la otra línea, la que hacía referencia a los dibujos cambiantes que solía encontrar en las baldosas del baño. Releí luego la del mensaje que ella había dejado pegado en la puerta de la nevera. No dudé en eliminar la bobería ésa de la tarde melancólica. Sólo dejé escrita la primera oración. En la que digo desconocer por qué estoy reteniendo el llanto. Menos es más, pensé, no demasiado convencido de haber hecho bien. Deseché, antes de escribir, lo de las piedras de la pecera vacía.

miércoles, 21 de marzo de 2012

-Dinosaurios.

-Encuentro dibujitos de Miguel y mensajes de Carmen entreverados en su momento -cada uno de ellos en un determinado momento- por mí entre las hojas de los libros. Mi madre guardaba (no sé si lo sigue haciendo) billetes, dinero, en bolsillos de camisas y chaquetas colgadas en las perchas del armario. Se sorprendía al reencontrarse con veinte pesos olvidados -en su momento- entre la ropa. Pretendemos olvidar que no olvidamos esas señales traspapeladas (post-it, billetes) entre libros y ropas.  A mi padre, que nunca leyó un libro entero, y -desconozco la conexión- tenía una caligrafía excelente y unas ortografía y sintáxis dignísimas, la ropa le duraba muchísimos años. Recuerdo un par de camisas, una chaqueta gris, en concreto; unos zapatos. Y un aroma propio que no se le fue nunca. Nada se pierde. Todo cambia de lugar. Le digo que la quiero y después la noche. Acabo por encontrar sus viejas amorosas respuestas a mis suspiros entre páginas de libros escritos por otros. Papá se murió hace casi veinte años. Comienzo a comprender vagamente que este turbio vagabundeo por el teclado va reflejando un desorden que en realidad es un plano para perderme al volver. O es un dinosaurio. Uno de esos miles que dibujó Miguel hasta hace tres o cuatro años, y de los que ahora acabo de hallar -sin necesidad de desenterrar nada- un ejemplar perdido entre las hojas de Memoria de elefante, del gran Lobo Antunes.

martes, 13 de marzo de 2012

-Ya.

-Me miró como si escrutara la inmensidad del universo. Me susurró como si recitara la profundidad de la historia. Me tocó como si acariciara los fondos abisales con mano marina. Me amó como si amara todas las madrugadas de los amantes.
-...
-Paso de volver a llamarla.
-No te preguntaré por qué.
-Porque no soporto no salir ileso.
-Ya.

viernes, 2 de marzo de 2012

-Eliseo.

-Eliseo vivió una vida no sé yo qué decirte. Tenía otras vidas para elegir, pero los recién nacidos están bastante limitados a la hora de seleccionar su destino. (Se viene frase de lo más filosófica.) Los hombres -y las mujeres- se equivocan pronto. (Fin de frase de lo más filosófica.) Poco se sabe de Eliseo antes de entrar a trabajar en la pizzería de las afueras de Oslo. Puedes verla aún si vas lo suficientemente borracho por esas calles osloscences de dios. Contaba con veintinueve años -no la pizzería, sino Eliseo-, aunque tenía más. A la semana de entrar a trabajar allí, ya estaba harto de despachar pizzas Cuatro Quesos y Cuatro Estaciones. Inventó la pizza Cuatro Jinetes, y eso marcó el comienzo del fin, acaecido veintitrés minutos después. Vagó por la ciudad sin conocer el idioma. Los idiomas. Ningún idioma. Esa carencia, todo hay que decirlo, había potenciado sus habilidades gesticulatorias. ¡Cómo gesticulaba Eliseo! No le servía para hacerse entender, pero, eso sí, ¡cómo gesticulaba Eliseo! Una joven invidente se lo llevó por delante, y, enseguida, se lo llevó a su casa -a la casa de ella-, y convivió con él sin ver la hora de que Eliseo se aprovechara sexualmente -también de ella-, hecho que ocurrió ni bien traspasar el umbral de su piso oslotense. Cuando la joven recuperó la vista, decidió cambiar de postura ante la vida que tenía encima, que era la vida de Eliseo.  Vivieron felices durante una década, o, como le gustaba decir a Eliseo, durante ciento cuatro años. La ex ciega decidió recuperar el tiempo perdido y volvió a no ver. Culpable, Eliseo se arrojó desde lo alto del cabecero de la cama que compartían -un día dormía él, otro día dormía ella- después de preguntarle -a través de la mímica- a la joven cuál era su nombre -el de ella-. Ella respondió: Eliseo. Éste le aclaró -mímicamente otra vez-: El tuyo. Ella sonrió con esa sonrisa que tenía y le dijo: Nunca digo mi nombre en la primera cita. Respetuoso, Eliseo no gesticuló ni mú. Respiró hondo y se arrojó, entonces, desde lo alto del cabecero -de hierro-. Cayó de pie sobre suelo osloeta. Ella creyó percibir el típico ruido que hacen los suicidas al caer, pero negó con la cabeza en silencio. Y en oscuridad. Pasados los años, Eliseo dijo Ay, bajito, moviendo las manos muy poco. Ella, que por entonces compartía su vida -de ella- con un lanzador de jabalinas -esas mamíferas- se acordó de un novio que tuvo. Aunque no consiguió recordar su nombre. El de él.

 
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