domingo, 21 de noviembre de 2010

-Durante unas pocas horas nocturnas.

-Las había de bronce, de mármol, de escayola. Algunas estaban completas. Había también restos. Partes. Se podía ver el polvo del ajetreo del día asentándose. Había que mirar fijamente la nada, pero se podía.
-...
-Se quedó encerrado ocho o nueve horas, pero sólo se sintió así durante la primera. Acabó rezando para que no amaneciera. 
-No te entiendo.  
-Cogió el llamador de bronce de la puerta pensando en el resto de cuerpo de bronce. Era una de esas manos que al cogerlas y golpearlas contra la puerta generan un extraño encadenamiento con tu mano. Sientes una especie de poder. Es tu mano, pero no es tu mano quien llama para que le abran. ¿Era la mano de un hombre o la de una mujer? ¿A qué otra puerta llama la otra mano de bronce del cuerpo de bronce del que se desgajó esta mano? Golpeó la puerta con el llamador de bronce con tal cuidado de no dañar la mano, que apenas si produjo algún sonido dentro de la casa.
-¿Por qué hablas de ti en tercera persona?
-¿Hago eso?
-Sí.
-Llamé muy tenuemente a tu puerta.
-Desde luego, no me enteré que habías llamado. Sólo una vez.
-Me fui, incapaz de volver a llamar a la puerta con la mano de bronce.
-Pues te estaba esperando. Me había cambiado. No tenía demasiadas esperanzas de poder trazar juntos una historia. Aunque fuera la historia común de unas cuantas horas nocturnas.
-Ni siquiera fue eso.
-No. Y eso que me había arreglado especialmente. Aunque no tan especialmente como para que hubieras notado que me había arreglado espcialmente para ti, claro.
-Claro.
-Pero ni siquiera pudiste alcanzar a presentir que tal vez me había arreglado especialmente para ti.
-No. Tienes una mano demasiado bonita como para que lo nuestro fuera posible ni tan siquiera durante... ¿cómo dijiste?
-Unas pocas horas nocturnas.
-Eso. Tienes una mano demasiado bonita que no quise dañar. Imagina que me hubiese quedado con tu mano de bronce en mi mano.
-Eres extraño.
-Eso dicen. En mi casa tengo un timbre de lo más vulgar...
-Creo que debo colgar.
-Aquella noche comprendí que no hay nada más suave y esponjoso que algunas partes de algunas estatuas.
-Yo podría haberme quedado muy quieta, quizás.
-¿Sigue entrando esa luz por la claraboya de tu escalera?
-Supongo que sí. Voy a colgar.
-No lo hagas.
-...
-Cuelgo yo primero.
-Como quieras.
-Me da escalofríos oír ese sonido.
-Eres muy extraño. Aún para mí.
-Ese sonido final.
-...


sábado, 13 de noviembre de 2010

-No importa, le contesté, yo soy psicoanalista de río.

-Cuando la rubia irrumpió en mi despacho me sentí como en la primera página de una novela negra.
-Lo primero que dijo la rubia fue que era rubia de bote.
-No importa, le contesté, yo soy psicoanalista de río.
-La rubia miró al psicoanalista sin ocultar que no había acabado de comprender su respuesta. Enseguida se quitó el abrigo, debajo del cual había una rubia de bote casi completamente desnuda.
-Si no fuera por sus medias y sus zapatos, diría yo que es usted una rubia de bote completamente desnuda, dijo el psicoanalista sin quitar ojo al triangulito rubio de bote.
-Ella dijo que hacía esas cosas. No podía evitarlo. Y no pudo dejar de encogerse levemente de hombros, ni de sentarse frente al psicoanalista como si no lo tuviera delante. Como si lo tuviera detrás.
-El facultativo -agota escribir psicoanalista tan seguido-, es decir yo, al ver el movimiento ejecutado por la mujer antes de sentarse, deseé haber estado -también- detras de ella. Delante y detrás. Desdoblarme. Ser dos. Es usted una mujer inabarcable por un sólo hombre, le solté antes de arrepentirme de haberlo hecho. Me sentí un pobre hombre al acabar de confesar que tal vez si hubiera sido dos... Pero me sentí, qué coño.
-Ella dijo que causaba esos efectos. También le dijo que él era muy bueno haciendo su trabajo. Y  también que era muy bueno ocultando su erección.
-Son años ejerciendo mi vocación, dije, y me creí de lo más ingenioso. 
-Preguntó si creía que podía hacer algo por ella, por esa conducta que, quieras que no, le complicaba la vida.
-Soy un simple detective del inconsciente, de los malos, además, le dije poniendo la más triste de mis sonrisas.
-Ella hizo suspirar a sus pechos antes de decir que se lo tomaría como un sí. La rubia, acto seguido,  puso de pie a su triangulito.
-Disculpe que no me levante.
-Toda ella dijo algo así como "Muy bueno, sí señor", o "Fui poemo, ruiseñor", o vaya el investigador psíquico a saber qué dijo la rubia de bote mientras se envolvía con el abrigo con una gracia que ya quisieran para sí las decenas de visones necesarios para fabricarlo.
-La espermo mañana. 
-La rubia creyó haber escuchado "espermo", pero enseguida comprendió que era imposible que ese hombrecillo hubiera emitido semejante expresión de deseos (pensó expresión de deseos porque desconocía la expresión acto fallido, pero, para el caso, ambas expresiones son sinónimos). Le dió la espalda como si esperara que se la devolviera y se dirigió a la puerta.
-Se va usted de un modo que no podré perdonarme en toda la noche, le dije.
-Ella no se volvió para echar una última mirada al tipo. Ni para cerrar el diálogo con una frase de ésas. Ni para preguntarle quién era el Freud de la foto. Ni para nada.
-Me quedé escuchando el sonido del ascensor. Sé perfectamente cuándo sube y cuándo baja. Estuve toda la madrugada sin poder moverme de mi silla. Oyendo cómo subía y cómo bajaba. Extrañado, sin querer desentrañar del todo cómo era posible que aquéllos engranajes sisearan como medias femeninas desvelando finamente unos muslos que jamás acabarán de desnudarse por completo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

-Otra.

-Encaró el largo pasillo, admirándose de la extraña sensación de atravesar la puerta sin abrirla. Avanzó lentamente, tocando las paredes lisas a ambos lados de su regreso. La madera del suelo no chirriaba y lamentó encontrarse en ese estado que no supo más que definir como gaseoso. Qué gaseoso. Sonrió la mitad de su boca. Allí, delante, había tenues almohadones de luz provenientes del patio interior. Miró hacia esa habitación, donde tantas veces había dormido la madre. Y el hijo. Siguió avanzando hasta llegar al segundo algodón de claridad. El escritorio. El ordenador. Los papeles que nunca en décadas había conseguido domar. El cuento sin comenzar. La novela sin acabar. Sonrió la otra mitad. Esta vez, de miedo. Olió la cocina sin olor. La sartén sin fregar. A punto estuvo de abrir la nevera. Llegó al salón. El sofá negrísimo. Los libros subiendose por las paredes. La mesita de mármol negra. El recuerdo de cómo ella y él la hicieron llegar hasta allí. Un pequeño pasillo al final del cual, a la derecha, el baño, a la izquierda el dormitorio (el amatorio). Obvió el baño. Las rayitas blancas subrayadas por los intersticios de las maderas de la persiana le recuerdan cuando abría los ojos a causa del amanecer, y las paredes, las sábanas, los cuerpos, dibujaban trazos impredecibles. (Piensa en la persiana herrumbrosa. Enseguida cree que no se le puede asignar herrumbre a la madera de la persiana. Pero el clima sí puede ser herrumbroso, como su pensamiento, que no le sugiere más que herrumbre para designarlo todo.) La gata mira -él sabe que sorprendida- como el hombre se ha adelantado, ha llegado antes de tiempo. (Piensa en la expresión antes de tiempo y le parece una redundancia, una falacia y una tontería.) Había muerto ayer, y, a saber por qué, la gata no lo esperaba hasta mañana. Los gatos llevan lutos que la muerte no comprende.
-Otra.
-No, la misma gata.
-Otra de fantasmas, digo.
-¿Fantasmas? No sé por qué lo dices.

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