-Vestía ropa de zorrita. Tenía la boquita húmeda de lascivia. Te miraba como una niñita que supiera sacarte lo que quisiera de los adentros más inaccesibles. Y sabía. Andaba con ese contoneo hecho de sutilísimos saltitos que no llegaban a ser del todo saltitos. Su cuerpo era forma y consistencia perfectamente equilibradas, es decir, llevadas exactamente hasta el límite, al milímetro, al gramo previo al desbordamiento total, a la catástrofe humanitaria. Todo lo tenía ceñido, estrecho, pequeñito, para jugar a que no podrías pasar por allí. Y también tú podías. En cuanto te acercabas, eso que parecía un casi inapreciable puntito nego se transformaba en un túnel negro en el que ennegrecerse por completo. Hacía el amor como, no hacía el amor, follaba como si acabara de aprender, como si aún llevara la L, como una alumna que quisiera impresionarte. Si preferías instalarte en lo tibio se encargaba de no sobrepasar los 30º. Pero también, si lo preferías -si ella hacía que lo prefirieras- podías pasar de lo glacial a la temperatura adecuada para malear el acero sin estaciones intermedias. Toda ella invitaba al diminutivo soez, promiscuo, bajo, golfo, despectivo, vulgar. Era la mujer que ninguna madre querría para su hija. Ni yo querría para mí. Nunca rompió un plato, sólo los ensuciaba. Y ese modo aterrador de entristecerme que tenían sus ojitos pidiéndome que no me ponga triste. Era la mejor de las peores. Me sacaba de quicio.
-Y sin embargo.
-¡Dios, cuánto la quise!